La Frauenkirche de Dresde

Poco después de la unificación alemana me acerqué un día a Dresde en ferrocarril desde Berlín. La capital de Sajonia guardaba el encanto barroco centroeuropeo representado por el teatro de la Ópera, el Zwinger y una Frauenchirche cuya cúpula se levantaba sobre los escombros de piedras numeradas que un día recompondrían aquella imponente iglesia. El río Elba atraviesa tranquilamente los arcos románicos de un puente de piedra multisecular trazando amplios meandros que convirtien a la capital sajona en una Venecia centroeuropea.

El próximo domingo la Frauenkirche será definitivamente restaurada, sesenta años después de que la aviación aliada arrasara la ciudad. Las piedras numeradas han sido colocadas en las paredes y columnas del templo borrando la destrucción arquitectónica causada por los bombardeos de última hora. Dresde no tenía valor militar para la Alemania de Hitler. Los bombardeos sobre la población civil fueron diseñados para persuadir a lo que quedaba del régimen nazi a que capitulara unas semanas despues, el 8 de mayo de 1945.

Los supervivientes iniciaron el largo periodo de la postguerra con una ciudad en escombros y un centro histórico total o parcialmente arrasado. Este aniversario, con restauración de la Frauenchirche incluida, plantea un debate histórico sobre si es justificado causar el mal a inocentes con el pretexto de que se evita un mal mayor que en ese caso era la rendición incondicional de la perversión encarnada en Hitler y su régimen.

Las guerras no son juegos de naipes. La fuerza es el instrumento principal para vencer al enemigo. Y los conceptos del bien y del mal se manejan sin demasiados escrúpulos. La última guerra mundial fue el epílogo de la violencia utilizada por el nazismo, el totalitarismo soviético y también las democracias liberales.

Las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki mataron a menos personas que el hambre en Ucrania o que los exterminios nazis en los campos de trabajo en Polonia. Lo que estos episodios funestos tienen en común es que todos fueron percibidos por sus protagonistas como un medio para alcanzar el bien. Había que matar y destruir para promover una causa, extender una ideología, ensalzar a un pueblo o también para que las libertades acabaran imponiéndose.

El dilema moral para los que ordenaron bombardear una ciudad como Dresde para precipitar la caída del nazismo tuvo que ser grande. No era necesario. También los que buscan el bien pueden verse confundidos por el misterio del mal.