Leía el otro día que una joven periodista le preguntó al primer ministro británico, Harold Macmillan, qué es lo que más temía en la política. Los hechos, joven, los hechos, contestó el tranquilo líder conservador de los años sesenta.
Cuando los hechos contradicen al discurso político, los gobiernos empiezan a sufrir. Si todavía siguen flotando cadáveres en las calles inundadas de Nueva Orléans, si la electricad y el agua no se han restablecido, si la televisión presenta en directo la tragedia de miles de ciudadanos que han huído o que se resisten a abandonar la ciudad, todos los discursos sobran.
Si con ciento cincuenta mil soldados en Iraq no se controla al país, si la anunciada democracia se trastorna en guerra étnica y civil, si los féretros de soldados caídos en Bagdad siguen llegando clandestinamente a la patria, si no se percibe una salida de aquel tenebroso laberinto, los discursos sobran.
Bush se enfrenta a los hechos después de haberse envuelto en un discurso para democratizar al mundo entero. La causa es noble pero la forma de ejecutarla ha sido un fiasco. Los diques que reventaron en Nueva Orléans se llevarán por delante también su política de fuerza en Bagdad.