"Beatus ille"

Me ausento unos días para leer, descansar y pensar. Me llevo tres libros: una biografía de Bismarck escrita por Emil Ludwig hace años, las reflexiones sobre «La Republique, les religions, l’espérance» de Nicolas Zarkozy y el «Multiculturalismo y la política del reconocimiento» de Charles Taylor.

Contemplaré la Luna llena que el jueves brilla más que los planetas y las estrellas. Es una noche mágica, cargada de luz amarillenta, que mantiene despiertas a las liebres y desconcierta a los murciélagos. Es la luna llena de Pascua que certifica la llegada de la primavera.

Los campos despiertan a la vida tras los fríos invernales. Los vientos soplan en todas direcciones limpiando la condensada atmósfera. Los almendros florecen alegres, insconscientes de que una helada fina acabe con el fruto incipiente. Las viñas empiezan a llorar por los nudos de los sarmientos podados. Los olivos cambian su color aturdido señalando las oleadas de verdor fresco que aparecerán masivamente en las tierras limpias de hierbas estériles.

Feliz el hombre, «beatus ille», decía Horacio, que lejos de los negocios, como la antigua raza de los hombres, dedica su tiempo a trabajar los campos paternos con los bueyes, libre de toda deuda, y no se despierta como los soldados con el toque de diana amenazador, ni tiene miedo a los ataques del mar, que evita el foro y los soberbios palacios de los ciudadanos poderosos.

Los cambios que ha vivido mi generación son los más radicales que ha conocido la historia. Pero la naturaleza no entiende de progreso. Acude a todas las citas estacionales con la puntualidad del reloj de un artesano. Lo malo es que estas vivencias son sólo para unos días. Hasta el lunes, cuando el progreso nos devolverá a las refriegas habituales y parecerá que este breve descanso ha sido un sueño.

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