Siembras otoñales

No me fío ni de mi olfato periodístico ni de las encuestas un tanto contradictorias sobre los resultados de las elecciones catalanas de Todos los Santos. La gente suele ser más prudente y más sabia que los líderes políticos y los que opinamos sobre ellos. La palabra la tienen ya los ciudadanos y el miércoles por la noche sabremos qué han dicho y qué quieren.

Entenderán que no quiero hablar de política porque tendría que tener dotes de profeta. Y no las tengo.

Este fin de semana he observado muy de cerca, una vez más, el eterno faenar de la siembra. Ahora es el tiempo, una semana antes y una después de Todos los Santos. Las semillas sepultadas fuera de esta quincena corren el riesgo de perderse en la esterilidad invernal o en los caprichos de la siempre cambiante primavera.

La naturaleza es severa. No entiende de bromas, decía Goethe, siempre es veraz, tiene razón de forma inexorable, mientras que los fallos y errores tenemos que atribuírselos en todo momento al hombre.

La naturaleza, según el romántico de Weimar, desprecia a todo aquel que no esté a su altura, entregándose y revelando sus secretos únicamente a quien es capaz de desentrañarlos. Hace miles de años que se cultiva nuestra tierra inerme que, a pesar de todo, sigue teniendo las mismas fuerzas. Un poco de lluvia, un poco de sol y vuelve a verdear todas las primaveras. El mundo no podría existir si lo fundamental no fuera tan sencillo y previsible.

Sabe el sembrador que tiene que regirse por los calendarios, por las lunas, tiene que esperar, sin prisas, porque está convencido de que el tiempo lo trae todo, cuando llega su momento, y la tierra responde de acuerdo con el trato que se le ha dado.

Quienes tenemos el hábito de observar los ciclos de la naturaleza disfrutamos en todas las estaciones. Cuando el sábado abandonaba la metrópoli barcelonesa, que para mí termina en el puerto de la Panadella, empecé a disfrutar del verdor incipiente provocado por los sembradores mañaneros y precipitados. Verde oscuro, verde claro, verde tieso y verde insinuado.

La estación de la siembra es posiblemente la más triste, la más monótona y la más misteriosa. También es la más incierta y la que comporta más riesgos. La que está fundamentada invariablemente en la esperanza sometida a toda suerte de imprevistos.

Los barbechos ya negruzcos han sido roturados en el mes de septiembre. El color pardo se ha roto por las lluvias recientes que han dado paso a hierbas malas que hay que eliminar antes de que la semilla sea depositada bajo una insignificante y fina capa de tierra.

La siembra es hoy cuestión de cantidad, de grandes dimensiones, de nuevas tecnologías que permiten a un solo sembrador lo que hace dos generaciones necesitaba a más de una docena de labriegos durante muchos días.

El territorio va a verdear en pocas semanas. La humedad de las nieblas otoñales serán suficientes para que la semilla fecunde y aflore a la superficie convirtiendo el paisaje en un gran jardín de cromatismos verdosos muy variados.

Quedan ocho largos meses por delante. Habrá que cuidar el campo desde la observación metódica, detectar y destruir la cizaña que siempre crece junto al trigo y que sólo los expertos saben descubrir.

La siembra marcha viento en popa hasta la llegada de los vientos de finales de marzo. Es cuando el sembrador deja de mirar a los campos y dirige su mirada hacia el cielo para asegurarse que la sequía endémica no vuelva a desbaratar el trabajo bien hecho.

Cada día es decisivo para el sembrador. El frío desmesurado, las lluvias excesivas y a destiempo, una oleada de calor en el mes de mayo, una granizada cuando el trigo está granado y la espiga tuerce su cuello hacia el suelo, todo son peligros en potencia para las semillas que estos días son enterradas en el seno de la tierra.

Pero para cosechar hay que haber sembrado. Y haber sembrado bien, a tiempo, profesionalmente, con la confianza de que se llegará a la siega, con la mirada puesta en los campos que ahora están sosos y dormidos.