
El populismo de los extremos pretende imponer sociedades en las que la discrepancia, la diversidad ideológica, la libertad individual y una ética humanista en favor de la justicia y de los más frágiles sean sustituidas por liderazgos fuertes. Europa, con todas sus debilidades e imperfecciones, es el centro de los problemas y las soluciones del mundo de hoy.
Un escenario adverso para la supervivencia de la Unión Europea tal como la conocemos hoy sería la ruptura política, militar y económica con Estados Unidos. Tendría un impacto muy negativo, además, si Putin impusiera sus condiciones en la guerra de Ucrania y se quedara una parte o la totalidad del territorio sobre el que se libra una guerra desde hace cuatro años con cientos de miles de rusos y ucranianos muertos como consecuencia de acciones militares de ambos bandos.
Son dos hipótesis probables a las que cabría añadir el debilitamiento interno de Europa, que quedaría desprotegida en el caso de que Rusia cruzara una frontera de un país de la OTAN con la excusa o el pretexto de recuperar territorios que antes de 1991 formaban parte de la Unión Soviética, como las tres repúblicas bálticas, o eran satélites de Moscú, como Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Bulgaria y el resto de los estados que se alineaban bajo el Pacto de Varsovia.
Es inútil hacer predicciones sobre qué nos deparará el año 2026 que empieza con tambores de guerra en forma de misiles, drones, portaaviones y batallas arancelarias que agitan los reaccionarios nacionalismos económicos. La historia está tejida de imprevistos y de imponderables.
Hace cien años nada hacía pensar que la República de Weimar, formada sobre las cenizas de la derrota alemana en la Gran Guerra (1914-1918), sería una gran fábrica de resentimientos y venganzas tanto en la Alemania vencida como en la Francia vencedora. De nada sirvieron las advertencias de Keynes en su breve documento sobre las consecuencias económicas de la paz.
La II Guerra Mundial tuvo su origen lejano en una paz mal negociada e injusta. El armisticio firmado en 1918 en el famoso vagón del bosque de Compiègne fue un parche que alimentó la confusión y la inseguridad a partir de la crisis de 1929. El miedo se palpaba en el ambiente y los monstruos del fascismo primero y del nazismo después se hicieron con el poder en Roma y Berlín con la complicidad de la gran industria alemana y con la destrucción del sistema de partidos que, con todas sus flaquezas y errores, mantenían una cierta coherencia democrática en medio de una crisis que se presentaba apocalíptica.
Esta separación retórica e ideológica entre una Europa envuelta en sus contradicciones, en su burocracia y en la incapacidad para responder con rapidez a los retos planteados por una globalización desbocada que no es gestionada por políticos sino por los nuevos billonarios tecnológicos que configuran un mundo sin rostros y sin almas.
Este grupo muy pequeño de grandes fortunas que ahora invierten en el proceso revolucionario de la inteligencia artificial controla los datos de los humanos y tienen el poder de influir y cambiar los estados de ánimo que finalmente se reflejan en las urnas. El populismo de los extremos pretende imponer sociedades en las que la discrepancia, la diversidad ideológica, la libertad individual y una ética humanista en favor de la justicia y de los más frágiles sean sustituidas por liderazgos fuertes.
En países autoritarios donde ya existen, pero también en las democracias liberales donde laboratorios de ingeniería social pretenden borrar las discrepancias que han dibujado nuestra historia, nuestra cultura, nuestras catedrales, nuestros cementerios y las contradicciones propias de un sistema de libertades que ha hecho posible, entre otros logros, la Europa social y el respeto debido a la dignidad humana independientemente de razas y creencias.
Durante más de un siglo, Estados Unidos ha sido el paraguas que nos ha protegido de nuestros fantasmas ancestrales de garrotazos a diestro y siniestro para acabar con las guerras mundiales incubadas en Europa.
No se trata –porque no se puede– de cambiar el pasado, sino de mejorar el presente y crear un futuro habitable para todos, sin utopías ni distopías, donde cada cual pueda vivir de acuerdo con sus convicciones sin excluir las de los demás. Europa debe luchar en muchos frentes. Con más esfuerzo, más productividad y más solidaridad interna y externa. Formando frente común con Estados Unidos, Australia, Canadá y el continente latinoamericano. La batalla no es solamente tecnológica y militar. Es también cultural y moral.
Publicado en La Vanguardia el 31 de diciembre de 2025



